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HIJA DEL SOVIET
HIJA DEL SOVIET

Salí haciendo rodar la valija por la puerta automática del Aeropuerto de Domodedovo con un entusiasmo ignorante del día y medio que tuve de viaje. Combiné vuelos y soporté esperas largas en las escalas para ahorrar dinero para la estadía; no tenía idea de cuánto iba a necesitar quedarme y mis ahorros permitían, con suerte, una quincena ajustada.

Llegué con la ilusión de un “patito feo” en busca de su familia biológica. De a poco, se iba corriendo el velo de una sensación que abrigué oculta desde chica: con frecuencia me había sentido ajena o incomprendida, como perteneciente a una especie que, si bien se confundía con los otros, guardaba insalvables diferencias. Conociendo lo súbito del  viaje –su concreción fue inesperada a pesar de haberlo planeado gran parte de mi vida-, quizás se haría presente esa bandada de cisnes pidiendo por mí; reclamándome como uno más de los suyos; invocando mi nombre en carteles escritos con letras del alfabeto cirílico. 

La gente que esperaba los arribos en Domodedovo –después de los primeros días puedo llegar a escuchar el nombre y saber que están hablando del aeropuerto principal; ¿será la voz de la sangre?- no parecía darse cuenta de mi afinidad para con ellos. Es cierto que en lo físico soy más morena, mis caderas más anchas que el promedio de aquí, y que, dadas las circunstancias, no podía sacarme la sonrisa de la cara –normalmente soy bastante seria y me atribuyen con razón un trato hosco y antipático, como es común en los rusos-, pero a pesar de reconocer que a los ojos locales me envolvía un aire foráneo, mis anhelos esperaban un poco más de atención que la que estaba obteniendo. La mayoría de los que atiborraban el hall de salida miraban a la nada sosteniendo un cartel en donde se leía el nombre de algún pasajero, perseguían mecánicamente a los recién llegados ofreciendo taxis, o aguardaban apurados porque se hiciera visible el pariente o el jefe que regresaba de hacer negocios fuera del país que ahora se llamaba Rusia: la Federación de Rusia, con su bandera de banda blanca, azul y roja o la del águila bicéfala, que vinieron a  reemplazar la roja con el martillo y la hoz de la Unión Soviética; aquella que yo tenía tan presente desde mi infancia. En ese sentido, no había problemas geográficos porque Moscú seguía siendo Moscú y la ciudad capital, y ese era mi objetivo; de otra manera, quién sabe a qué estado hubiese llegado si mi destino hubiese sido Tiflis o Tashkent. Moscú es como Roma, Londres, París, ciudades cuyos nombres se recuerdan tanto o más que los países que las contienen.

Mientras trataba de encontrar por donde ir a tomar el bus que iba al centro –me habían dado indicaciones y el colectivo estaba sindicado como la forma más barata de traslado- observé embobada la cara de la gente: los hombres tienen ojos y cabellos claros; sin embargo, no me parecieron atractivos. Para decir algo de los ojos: o son saltones o están muy hundidos; de ellos en general: algunos, los de facciones más suaves y blancura fantasmal, parecen enfermos, y los otros tienen narices y orejas grandes, o bocas de expresiones torvas; no sabría explicarlo.

Me advirtieron que no eran dispuestos ni amables con los turistas. Yo era joven y bien parecida – había heredado la cintura diminuta y los ojos enormes de mamá, una tucumana de pura cepa-, pero también –como ella- era bastante morocha para el gusto o la tolerancia local, según también me habían anticipado. A decir verdad, no encontré más desatenciones o miradas desdeñosas que en Buenos Aires, –basta con ir más de una vez a comprar a un negocio de ropa en el centro o a un supermercado de Barrio Norte-. Es más, aquí los hombres me piropearon más que allá- y eso que las mujeres son la mayoría muy bellas-, quizás porque mi aspecto fuera considerado una novedad, algo poco común en estas latitudes.

Apenas instalada en un económico hotel central, lo primero que hacía por las mañanas era saltar con la mirada las murallas rojo oscuro del Kremlin; el Museo de Guerra se alcanzaba a ver a lo lejos cuando pasaba, después de las nueve, por el café en donde tomaba un mínimo desayuno.

La gente dice que Moscú es madera, medioevo, ciudadelas, manzanas verdes –la única fruta que aquí abunda- rostros severos, instrucciones lacónicas o mudas; quizás sea así en contraposición a otras ciudades europeas o la misma San Petersburgo. A pesar de eso, nunca llegué a sentirme agobiada ante esos varones de aspecto poco amigable, las matrioshkas vendiendo papines o setas en la vereda de las estaciones del metro, las calles interminables, o las escaleras mecánicas empinadas, cuyo final costaba divisar durante la mayor parte del trayecto. Cruzar el puente Andreyevski hacia el parque Gorki bajo las aguas marrón verdosas del Mockba; saborear una rebanada de strudel casero mientras cruzaba la calle por el pasaje subterráneo; estudiar las caras que pasaban apuradas ante mi parsimoniosa curiosidad. Todo aquí me despertaba una especie de emoción secreta, una extraña evocación: tenue pero nítida, inverosímil pero verdadera, como si hubiese sido parte de una existencia anterior cuyos vestigios empezaban a componer en mi memoria una imagen borrosa pero auténtica.

Me llamo Eva María Braca Sosa. Mi nombre completo puede no decirle nada a la mayoría, pero quizás les aclare ciertas cosas a algunos. En los últimos años de la escuela me llamaban BS o Braca, con la equivocación sostenida desde que tengo memoria de considerar apellido a mi tercer nombre; error que perpetuó el mismo registro de asistencia. Un año aparecí ascendida de golpe, después de Bagnaschino y Bonelli; ya no tenía que esperar a ser considerada de las últimas para ir a la revisación médica o formar los equipos de ciencias naturales. Y así quedó: Braca Sosa, Eva María. Yo no protesté demasiado; disfrutaba secretamente de un doble apellido caído del cielo y además, conseguía atemperar la costumbre de algunos de llamarme burlonamente Evita, diminutivo que solía suscitar polémicas, o Evamaría, en referencia despectiva a una heroína de culebrón mexicano.

Braca es un nombre ruso; mamá me lo puso por la misma razón que atravesé la calle en dirección a la Plaza Roja, siguiendo una hilera flaca de gente que se engruesa ni bien vislumbro acercarse la Catedral de Kazán y el edificio bordó del Museo de Historia.

Mi madre no tenía ni una gota de sangre eslava; se crió en el campo, en un pueblito pegado a la sierra tucumana y a los quince años se vino a trabajar como sirvienta a una casa de familia. A los veintitrés, se mudó con una tía que vivía en un departamento de un grupo de monoblocks de Mataderos, apenas a unas cuadras de la iglesia de San Pantaleón; y antes de que cumpliera los veinticinco, nací yo.

(...)

Mamá quiso que estudiara; me anotó en el secundario en una escuela técnica porque me había visto inclinaciones –cada vez se apuntaban más mujeres en esos cursos exclusivamente masculinos hasta hacía poco-. Su sueño era que fuera a la facultad a seguir la carrera de Ingeniería: civil, aeronáutica, electrónica, agropecuaria; en eso no tenía preferencias. No pude darle el gusto: apenas terminé el tercer año, tuve que abandonar el colegio. Mi madre se enfermó y como era el sostén de la casa –mi tía nos dejó el departamento cuando murió pero perdimos su pensión de jubilada-, tuve que tomar yo su lugar y aprovechar la única oferta que me aguardaba expectante: reemplazarla como sirvienta de los Torres Sánchez. Eran una familia tranquila y agradable y únicamente vivía en la casa el matrimonio; los hijos –que mamá había criado- se habían mudado al casarse. Yo aguardaba esperanzada que la situación mejorase, pero la enfermedad se fue alargando y comenzó a insumir grandes gastos. Nunca tuve ocasión ni energías de buscarme un trabajo mejor o terminar el secundario.

Medio bruja como siempre había alardeado ser, mamá anticipó el momento exacto de su final -a pesar de que estuvo muriendo de a poco durante más de un año-. Así fue que un día me llamó a su cama y me habló de lo que nunca se había atrevido: mi padre.

Entre suspiros, porque le causaba fatiga hablar de corrido o por la emoción de desentrañar tan trascendente revelación –tal vez, un poco por ambas cosas-, dijo que yo era hija de un ruso. No judío, sino ruso de Rusia. Se había afincado un tiempo en el país en una misión secreta, comisionado por el gobierno soviético. Cuando ella se enteró de que yo iba a venir al mundo, dejó de verlo sin despedirse. Sabía que le quedaba poco en el país y no quería provocarle ningún desvío de sus obligaciones. Entre ellos no había habido promesas formales ni planes de futuro; ella se había entregado sin condiciones, por propia iniciativa, a ese hombre de ojos claros y vidriosos que le tarareaba melodías bajo la luna mientras tomaba ginebra en el umbral de la pensión en la que vivía, cerca de la casa donde mamá servía con cama de domingo a domingo. Entonces, continuó ella, se explicaba que yo fuese avispada desde bien chiquita, que me gustara la música y, por supuesto, que tuviese facilidad para las ciencias. También, murmuró en un tono como si estuviera divirtiéndose, podían establecerse excepciones: si bien no había tenido dificultades con  el piano durante el año en el que pudo pagarme las clases, jamás conseguí avanzar en el ajedrez más que aprendiendo el movimiento elemental de las piezas (aún hoy se me antoja un juego lento, sinuoso, para nada atractivo). Antes de pedirme que la dejase descansar y le diera un poco de agua con la cuchara –le resultaba complicado tomar de un vaso o taza sin ayuda-, me pidió que le acercara una caja que mantenía oculta en el fondo del placard, junto a los zapatos. De allí, sacó una fotografía: el festejo de unas quince personas que levantaban sus copas para brindar. Eran, en su mayoría, hombres. Entre las pocas mujeres, la reconocí inmediatamente sentada en el medio; estaba igualita a mí ahora. A su lado, una persona llamaba la atención por su apariencia distinta a los demás comensales. Su rostro aparecía muy pequeño en el retrato como para evocar alguno de mis rasgos, pero una sensación perturbadora y emotiva me hizo saber que había algo en ese gesto, festivo aunque melancólico, en el que podía verme reflejada. Mamita, que murió apenas dos días más tarde sin que pudiésemos volver a mencionar el tema, me dejó quedarme con la foto además de un papel que tenía una dirección en Moscú y su nombre y apellido: Serguei Ivanovich Olezov.

(...)

Conforme transcurría mi estadía en Moscú, iba recuperando aquel sentimiento de no pertenecer que sentía en las conversaciones con las muchachas empleadas de las otras casas, con quienes nos encontrábamos los miércoles a charlar mientras prolongábamos un poco nuestros mandados, o en la misma casa de los Torres Sánchez cuando los escuchaba opinar de lo que sucedía en la calle. Me desorientaba oír a mucha gente criticando con furia al antiguo régimen, ese de la igualdad y el reparto de las riquezas. Veía iluminárseles los ojos pensando en autos de colección, joyas, o prendas de alta costura. Tragaban amargamente lamentando los tiempos austeros: las tardes sin amenizar con una hamburguesa estilo americano o un macchiatto retirado directamente del mostrador del Mak Kafe. Me invadió una pena profunda por mi padre, por tanta lucha sacrificada y activa por sus ideales. Lo imaginaba hoy sintiéndose, en su ciudad y con su gente, tan extrañado como yo oyendo el sermón del cura en la iglesia de San Pantaleón –el refugio que sin mucha explicación elegí desde niña- donde nos alentaban a luchar contra las manifestaciones demoníacas: la lujuria, la pérdida de la fe y el comunismo.

Entonces supe que aunque mi viaje fuera producto de un impulso, una imprudencia o una tentación bochornosa, no iba a claudicar. Tenía que encontrarlo: no importaba que llegara a su vida en una etapa inoportuna, que tuviese otra familia o que hubiera preferido seguir ignorando mi existencia. Si estaba vivo, iba a decirle únicamente que había alguien que había sabido respetar sus elecciones, comprendido sus dudas, apreciado las circunstancias que moldearon su vida.

(Fragmento)